El Pasillo Infantil: Parte Uno

Soy una lectora voraz declarada, de pequeña creo que lo único que me deprimía (o... lo único más cercano a suscitarme algún nivel de estrés a tan temprana edad) era no saber leer, fastidiaba mucho a mi papá con ese tema, le pedía que por favor me leyera lo que decía en las etiquetas de leche, de shampoo, de conserva, de papel higiénico, es más, trataba de hacerme la lista pidiéndole que me leyera un cuento tantas veces que yo pudiera memorizar y luego deleitar a un desconocido incauto con mi precoz habilidad para la lectura y es que yo me desesperaba por saber de qué hablaba la gente a mis espaldas, porqué se encolerizaban al leer el periódico, porque se reían al leer el papelito que viene en la goma de mascar, cómo es que la gente sabía como tomar el microbús correcto.
Finalmente tuve que esperar cinco años para aprender a leer, sin embargo en mis adentros algo me dice que con ese neurótico empeño hubiera podido aprender mucho antes, pero ni mis padres ni el colegio estarían abiertos a cumplir mi capricho. Cuando empecé a coquetear con las primeras sílabas creo que me sentía familiarizada con todo ese departamento gramático que cobraba significado para mí, nunca me sentí como alguien que ayudaban a aprender sino como alguien que de algún modo ya tenía lo que se requería para saber leer: predisposición, actitud e inteligencia. De repente pedía libros cada vez más complejos sin ninguna mueca de temor en el rostro y en el centro comercial corría al estante de libros para niños y dejaba el de muñecas Barbie para los pre-escolares que aún aprendían las vocales.
En algún punto creo que me creí grande, tenía esta nueva herramienta en mis manos que me abría ventanas a un nuevo nivel de verdad, podía conocer las cosas por mi misma, arrancarle una opinión al ritmo que mi cabeza le daba a las frases y sin mucho esfuerzo creo que llegué a sentirme un paso más adelante que los otros niños de mi edad, ellos exiguamente sabían leer su nombre en el pizarrón, en cambio yo, a través de las palabras comprendía el mundo que giraba a mi alrededor... porque cuando eres niño te crees un astro en el centro de un sistema solar; viéndolo desde arriba me doy cuenta que quizá fue el primer sorbo de autosuficiencia que probé, esa sensación que te da haber encontrado algo tan satisfactorio por ti mismo y haberlo llevado a una altura no predecible para alguien como tú, había empezado a conocer lo que pueden hacer por ti esos verbos en participio que se jactan de llevar el prefijo "auto".
Tiempo después se acabaron las aventuras del Principito Saint-Exupéry, mis vecinos y yo dejamos de frecuentar a Aslan en el ropero, alguna vez escuché que Babar volvió a la jungla y seguro que por esos años ya un mago de anteojos cobraba vida en una alacena debajo de la escalera. Yo seguía frecuentando las estanterías y mientras corrían los meses, también lo hacían mis tenis por los pasillos, cuando llegué a los nueve se volvió muy usual verme colgada de alguna repisa tratando de coger alguna novela elegíaca estrechamente apiñada.
Aprendí a vivir a través de la mente de los autores, leyendo entre líneas visité Paris, Toulouse, Lyón y Macondo, antes de despertar como anciana pude ver lo que es ser una y una vez más a mis cortos dieciséis comprobé como el edulcorante reemplazaba el azúcar, la autosuficiencia reemplazaba al hombre real y como pasa en las películas los que se consumen de placer se estrellan amigablemente con la autosatisfacción, que como todo, encuentra su final y casualmente éste mucho antes que todo lo demás... Continuará.